Cada cultura tiene una forma especial de contarnos cuentos, pero,
de todas ellas, quizá sea la japonesa la que desprenda un encanto especial.
Como si de un dulce perfume se tratara, los cuentos de hadas
japoneses exhalan, con gran delicadeza, la esencia de todas las historias que
se vivieron en la Tierra del Sol Naciente hace muchos años, tantos, que nadie
se atrevería a jurar que fueron ciertas. Puede que estos cuentos en los que
aparecen bailarinas y geishas de largas cabelleras, cortejos y amores con
viejos samurais, dioses, diosas y seres sobrenaturales nos enseñen a sufrir y a
amar, como humanos que somos, y acabemos sabiendo más cosas que los inmortales.
La Triste Historia de la
Hija del Yaoya
En cierta ocasión, un trovador errante llegó a una gran mansión en
Yedo, cuyos habitantes estaban ansiosos por encontrar distracciones.
—¿Preferís una danza o una canción? —preguntó el trovador—, ¿o tal
vez os gustaría más oír una historia?
Los presentes le pidieron que les contara una historia.
—¿Un relato de amor o un relato de guerra? —dijo el trovador.
—¡Oh!, ¡un relato de amor! —respondieron.
Todos estuvieron de acuerdo en que querían escuchar una narración
cargada de tristeza.
—De acuerdo —dijo el trovador—: escuchad, pues, la historia que
voy a contaros, la triste historia de la hija del Yaoya.
Y de este modo empezó a narrar.
El Yaoya era un hombre humilde y trabajador. Tenía una hija que
era una de las doncellas más hermosas de todo Yedo. Debéis saber que los habitantes la consideraban una de
las cinco beldades de la ciudad, que crecían como cinco cerezos en el despertar
de la primavera.
En otoño, los cazadores usan una flauta como reclamo para atraer a
los ciervos salvajes. Ese sonido es el señuelo que engaña a estos animales,
pues lo confunden con la llamada de sus parejas. Mediante este engaño, los
ciervos son cazados, pues la atracción llama a la atracción; la juventud, a la
juventud; la belleza, a la belleza, y el amor llama al amor. Es una regla
universal. Y esta regla fue la perdición de la hija del Yaoya.
Hubo, por aquel entonces, un gran incendio en Yedo, tan devastador
y terrible que media ciudad sucumbió bajo las llamas. La casa del Yaoya también
se quemó. El Yaoya, su mujer y su hija se encontraron sin techo, sin ningún
lugar para cobijarse. Fueron a un templo budista en busca de refugio y se
quedaron allí todos los días que tardaron en reconstruir su casa, que fueron
muchos. ¡Ah, la pobre hija del Yaoya! Cada mañana, al alba, tomaba un baño en
las límpidas aguas del manantial que había cerca del templo. Tras el baño, se
ponía su vestido azul y se sentaba en la orilla del manantial para peinar su
largo pelo. Las estrellas envidiaban el brillo de sus ojos y las rosas, el
color de sus mejillas. Era una hermosa y esbelta joya de apenas quince años y
su nombre era O'Schichi.
Su padre le pidió: «Barre el templo y los patios; es lo menos que
podemos hacer por estos monjes que tan gentilmente nos han acogido». Así que
O'Schichi tomó una escoba y se puso a barrer. Hacía su trabajo cantando, feliz,
y los suelos del templo, antes grises, brillaban ahora como si fueran nuevos.
Había un joven discípulo que servía en aquel lugar sagrado: se
trataba de un muchacho bello y apuesto. No pasaba un solo día sin que escuchara
las canciones de O'Schichi, mientras la contemplaba, siguiéndola por todo el
templo.
No transcurrió mucho tiempo antes de que se enamorara de ella. La
juventud llama a la juventud; la belleza, a la belleza, y el amor llama al
amor. Y tampoco transcurrió mucho tiempo antes de que ella se enamorara de él.
Se encontraban a escondidas en los campos que había detrás del
templo. Cogidos de la mano, ella apoyaba su cabeza en el hombro del muchacho:
—¡Ah! —lloraba ella—, ¡qué cosa tan extraña! Soy feliz y
desgraciada al mismo tiempo. ¿Por qué te quiero, amor mío?
—Es por el poder del Karma —explicó el joven discípulo—. Pero aun
así, estamos pecando, ¡oh amada mía! Grande es nuestra culpa y no sé qué
consecuencias puede traer.
—¡Oh, cielos! —exclamó ella—, ¿se enojarán los dioses con
nosotros, a pesar de nuestra juventud?
—No lo sé —respondió él—, pero tengo miedo.
Entonces se abrazaron, temblando y sollozando. Se juraron amor
eterno aunque vivieran mil vidas, mil existencias.
La casa del Yaoya, en el barrio de Honjo, fue al fin reconstruida
tras el incendio y él y su mujer, felices, volvieron a su hogar.
O'Schichi escondió su rostro tras las mangas de su vestido,
llorando amargamente.
—¿Qué es lo que te aflige? —le preguntó su madre.
La muchacha lloraba y gemía, meciéndose lentamente: «Oh, oh,oh».
—Hija, ¿qué te ocurre? —le preguntó su padre.
La muchacha seguía llorando y meciéndose: «Oh, oh, oh».
Aquella noche fue al campo que había detrás del templo. Allí la
esperaba el joven discípulo, pálido y triste, escondido tras los árboles.
—Van a separarnos —dijo ella entre lágrimas—: los dioses están
enojados con nosotros, a pesar de nuestra juventud.
—¡Ah! —exclamó él—, ése era el miedo que yo tenía... Adiós, amada
mía, dulce doncella. Recuerda siempre que nos prometimos amor eterno.
Se abrazaron, temblando y llorando, y se dijeron adiós más de mil
veces.
A la mañana siguiente, se llevaron a O'Schichi de vuelta a casa,
en el barrio de Honjo. Ella empezó a languidecer. Su rostro empalidecía día a
día, hasta que alcanzó la blancura de la flor del alforfón. Toda ella se
marchitó: ya no la contaban entre las cinco beldades de Yedo, ni la comparaban
con los almendros en el despertar de la primavera. Pasaba los días perdida en
sus pensamientos y las noches, tendida en su cama, despierta.
—¡Oh, oh! —sollozaba—, ¡qué agotador es el peso de la noche!
¿Acaso no he de ver a mi amado nunca más? ¿Es mi destino morir de anhelo? ¡Oh,
oh!, ¡qué agotador es el peso de la noche!
Sus ojos se consumían.
—¡Dioses, pobre hija mía! —se lamentaba el padre.
—Tengo miedo... —decía la madre—: perderá sus encantos... ya ni
siquiera llora.
Un día, al fin, O'Schichi se levantó de la cama y recogió un gran
fajo de paja. La amontonó en el porche de a casa de su padre, añadió carbón y
lo encendió. Al instante, la montaña de paja empezó a arder. La madera de las
paredes prendió y en poco tiempo toda la casa estaba ardiendo.
—¡Podré verle, podré verle! —chilló O'Schichi, y cayó al suelo,
desvanecida.
Toda la ciudad se enteró de
que había prendido fuego a la casa de su padre. Fue llevada a presencia del juez
para ser castigada por su crimen.
—Niña —dijo el juez—, ¿qué te impulsó a hacer una cosa así?
—Perdí la razón —contestó ella—; lo hice por amor. Me dije
«quemaré la casa y nos quedaremos sin hogar; así buscaremos refugio en el
templo y podré volver a ver a mi amado». Señor, no he sabido nada de él durante
muchas, muchas lunas.
—¿Quién es tu amado? —preguntó el juez.
Y entonces ella le contó toda la historia.
La ley de la ciudad lo dejaba claro: la condena debía ser firme y
ejemplar. El castigo para el crimen de la hija del Yaoya era la muerte; sólo un
niño podría haber escapado a dicha condena.
—Mi pequeña doncella —dijo el juez—, ¿tienes tal vez doce años?
—No, mi Señor —contestó ella.
—¿Trece, entonces, o catorce? Hagan los dioses que tengas catorce
años. Eres tan pequeña y tan delgada...
—Señor —dijo la muchacha—, tengo quince años.
—¡Oh, cielos, mi pobre doncella! —lamentó el juez—. ¡Eres
demasiado mayor!
La obligaron a permanecer
durante siete días sobre el puente de Nihonbashi mientras narraban su historia
por toda la ciudad. Sus actos fueron relatados desde los tejados de las casas
para que todo el mundo pudiera oírlos. Y allí, sobre el puente, permaneció para
que la gente la observara.
Durante siete días, pues, estuvo sobre el puente de Nihonbashi
desfalleciendo bajo el fulgor del sol y bajo la mirada de los hombres. Su
rostro estaba tan pálido como la flor del alforfón y sus ojos, abiertos, se
con-sumían. Inspiraba más piedad que cualquier otra cosa sobre la tierra. La
gente bondadosa lloraba al verla y decían: «¿Es ésta la hija del Yaoya, una de
las cinco beldades de Yedo?».
Transcurridos los siete días, ataron a O'Schichi a una estaca,
amontonaron ramas y palos a sus pies y les prendieron fuego. Pronto empezó a
elevarse una gruesa columna de humo.
—¡Todo lo hice por amor! —gritó. Y tras estas palabras, expiró.
«Éste es el fin de la historia», dijo el trovador. «La juventud
llama a la juventud; la belleza, a la belleza, y el amor llama al amor. Es una
regla universal. Y esta regla fue la perdición de la hija del Yaoya.»
Fin
Cuento extraído del libro
"Cuentos de Hadas Japoneses",
Colección Magoria, 1999,
por Ediciones Obelisco
¡Nos
leemos en la próxima entrada!
¡Gracias
por visitar mi blog!
¡Cuídense!
Sayounara
Bye Bye!
Gabriella
Yu
Emmmmmmmmmmmm dios mio que cuento mas triste!!!! Me dejo con la boca abierta que cosa mas cruel!!!
ResponderBorrarNo me gustan las historias que tienen finales tan tristes por eso no me gusta romeo y julieta :(
Estamos iguales. Yo prefiero los finales felices, finales con enseñanza, finales "donde se lo merecen" o finales abiertos. Por eso me encantan las novelas de Jane Austen :>)
BorrarLos finales injustos tampoco me gustan :(
BorrarEstoy de acuerdo... los finales de este tipo de cuentos se parecen mucho a los finales de las leyendas o novelas griegas... siempre te dejan con un mal sabor de boca cuando terminas de leerlos :(
BorrarCreo que las fábulas de Esopo eran así... No recuerdo mucho, la verdad :d ¡Y los cuentos de los hermanos Grimm eran más de terror que de "romance" como lo pintan en Disney! :)
BorrarLos de esopo tampoco recuerdo mucho es que la memoria nunca me dio para tanto!!! ( por no decir que nunca me gusto la lectura XD)
BorrarSiiii los de los hermanos grimm son de terror una vez vi una peli que trataba de ellos y me quede queeee??? No eran asi los cuentos que yo conocia XD
Je je, lo que pasa es que Disney modificó un poco esos cuentos para el público infantil moderno. La gente de ahora cree que esos cuentos eran re románticos cuando eran totalmente lo contrario XD ¡Cosas que uno se entera! :)
BorrarSiiiiii y que sorpresas te llevas luego :)
BorrarSip :d
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